En el camino hacia la recuperación, el primer y más crucial paso es reconocer que enfrentamos un desafío y no ocultarlo. Este reconocimiento es una muestra de valentía y un profundo deseo de transformación y superación.
Recuerdo claramente cuando, a los ocho años, me informaron que era disléxico. En aquel momento, escuché una avalancha de términos que describían limitaciones mentales y cómo estás condicionarían mi vida futura.
La dislexia se presenta como una barrera insuperable en un mundo diseñado para confundir y frustrar las mentes creativas y no convencionales. En aquel tiempo, la estigmatización no vendría solo de los otros niños, sería alentada por la propia psicóloga que, delante de un niño de ocho años, describió crudamente lo que significaba ser disléxico.
Los maestros de la escuela contribuían a este estigma, colocando a los niños disléxicos en pupitres separados, como si fueran contagiosos.
En el aula, mientras los compañeros descifran con facilidad el código de las palabras escritas, los disléxicos luchan contra un caos de letras y símbolos confusos. La lectura se convierte en una tarea hercúlea, una fuente constante de frustración y desesperanza. La escritura, igualmente desafiante, transforma cada palabra en una batalla, erosionando lentamente la confianza y la autoestima.
Esta vergüenza autoimpuesta me llevó a realizar un ejercicio que cambiaría mi forma de enfrentar los conocimientos.
Cuando sabía que me tocaría leer delante de mis compañeros, y ya consciente de que sería estigmatizado como un burro e incluso castigado, memorizaba el texto. No importaba lo largo que fuera o el tema que tratara, la noche anterior, en la soledad de mi habitación, pasaba horas repitiendo el texto una y otra vez, hasta que podía expresarlo con claridad. Al día siguiente, agarraba el libro y lo “leía” sin fallas delante de todos. Este esfuerzo me dotó de una gran capacidad de comprensión lectora y retención de los textos a los que me enfrento. Hoy en día, si tengo que leer algo en público, sigo haciendo lo mismo: lo memorizo antes.
Lo que realmente me preocupaba era una sola cosa: ¿era tonto?
Afortunadamente, tuve la intuición o la suerte de investigar más sobre la dislexia y descubrir quiénes habían sido diagnosticados con esta condición.
Pronto comprendí que la dislexia lejos de ser una limitación; era un superpoder.
Conocí la historia de Albert Einstein, cuyo nombre es sinónimo de genio. A pesar de sus dificultades con la dislexia, revolucionó la física con su teoría de la relatividad. Descubrí a Leonardo da Vinci, artista, científico e inventor renacentista, cuyas ideas estaban siglos adelantadas a su tiempo. Thomas Edison, un inventor prolífico, a pesar de sus dificultades en la escuela, creó la bombilla y muchos otros inventos que cambiaron el mundo. Agatha Christie, famosa autora de novelas de misterio, a pesar de sus problemas con la lectura y la escritura, se convirtió en una de las escritoras más vendidas de todos los tiempos. Y Hans Christian Andersen, el cuentista, cuyas historias como “El patito feo” y “La Sirenita” son queridas por generaciones.
Todas estas personas me inspiraron y me enseñaron que la dislexia era una característica que podía coexistir con el genio y la creatividad.
Las evaluaciones académicas, diseñadas para medir el conocimiento, a menudo fallan en capturar el verdadero potencial de una mente disléxica. En cambio, destacan las diferencias y alimentan la percepción de incapacidad. Comentarios negativos y bajas calificaciones refuerzan la sensación de aislamiento y fracaso, plantando semillas de inseguridad que pueden crecer y florecer en inseguridades profundas.
A lo largo de mi vida, y como hago en este momento, en libros, conferencias o reuniones de amigos, nunca me avergoncé de mi superpoder. Reconocer y comprender lo que te sucede es el primer paso para comenzar tu recuperación. Este reconocimiento es una muestra de valentía y un profundo deseo de transformación y superación.
La estigmatización social solo te afectará si eres débil en tu reconocimiento.
Aceptar tu desafío no significa conformarse con él, sino tomar las riendas de tu vida. Es un acto de autoaceptación que abre la puerta a la educación, la autoexploración y, finalmente, la superación. Es el punto de partida para cualquier proceso de recuperación, ya que solo podemos cambiar aquello que reconocemos. Enfrentarse a un desafío, como la dislexia en mi caso, puede parecer una montaña insuperable. Pero al aceptarlo, comenzamos a encontrar soluciones, herramientas y apoyo para superarlo.
Transformamos nuestras aparentes debilidades en fortalezas, y nuestras limitaciones en áreas de crecimiento y desarrollo personal.
La filosofía de la recuperación nos enseña que cada desafío es una oportunidad disfrazada. Al reconocer nuestras luchas, damos el primer paso hacia la transformación, convirtiendo nuestros “superpoderes” en el motor de nuestra superación personal. Miguel Alemany